Después de anunciar días “de oscuridad y negrura, día de niebla y oscuridad (Joel 2, 1-2) donde “el fuego devora por delante” y “por detrás consume la llama” (Joel 2, 3), así como que “el sol y la luna se ensombrecen, las estrellas pierden su brillo” (Joel 2, 10), se invita a “una llamada al arrepentimiento y a la oración” a partir del versículo 12:
“Pues bien —oráculo del Señor—, convertíos a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos; rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos, y convertíos al Señor vuestro Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del castigo. ¡Quién sabe si cambiará y se arrepentirá dejando tras de sí la bendición, ofrenda y libación para el Señor, vuestro Dios! Tocad la trompeta en Sión, proclamad un ayuno santo, convocad a la asamblea, reunid a la gente, santificad a la comunidad, llamad a los ancianos; congregad a los muchachos y a los niños de pecho; salga el esposo de la alcoba y la esposa del tálamo. Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes, servidores del Señor, y digan: Ten compasión de tu pueblo, Señor; no entregues tu heredad al oprobio ni a las burlas de los pueblos. ¿Por qué van a decir las gentes: «Dónde está su Dios»?” (Joel 2, 12-23)
Siguiendo a partir del versículo 18 con la respuesta del Señor, que como siempre es increíblemente agradecida, alegre y poderosa. Sólo en el primer versículo 18 ya se nota, pero los demás no tienen desperdició:
“Entonces se encendió el celo de Dios por su tierra y perdonó a su pueblo” (Joel 2, 18)
Isaías nos recuerda no sólo cómo quiere Dios que hagamos ayuno, sino cómo tiene que ir acompañado de obras de misericordia y de amor hacia los demás. Ayunar mal puede no servir para casi nada. No es sufrir por sufrir, es un sufrir para amar y servir con alegría y que da sentido al sacrificio:
“«¿Para qué ayunar, si no haces caso; mortificarnos, si no te enteras?». En realidad, el día de ayuno hacéis vuestros negocios y apremiáis a vuestros servidores; ayunáis para querellas y litigios, y herís con furibundos puñetazos. No ayunéis de este modo, si queréis que se oiga vuestra voz en el cielo. ¿Es ese el ayuno que deseo en el día de la penitencia: inclinar la cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza? ¿A eso llamáis ayuno, día agradable al Señor? Éste es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor y te responderá; pedirás ayuda y te dirá: «Aquí estoy». Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía.” (Is 58, 3-10).
Algo parecido lo recoge San Mateo cuando invita a que el ayuno sea sobre todo una disposición del corazón y no una excusa para parecer más santos o religiosos. Así, escribe:
“Y cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas; porque ellos desfiguran sus rostros para mostrar a los hombres que están ayunando. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa” (Mt 6,16).